La enseñanza profunda que trataba de transmitirme mi abuela era
que cada uno de nosotros puede, si quiere, transformarse a sí mismo y
por extensión, su realidad. Del mismo modo, desde hace siglos los
budistas sostienen que tenemos la capacidad de convertir el dolor en
sabiduría, la envidia en compasión, la angustia en esperanza; que
tenemos en nuestra mano la posibilidad de borrar las heridas del pasado y
esculpir un futuro. Podemos aprender a ser felices y plenos.
En los reinos de la ciencia, sin embargo, siempre se había pensado
lo contrario. El cerebro, el capitán general de nuestro comportamiento y
nuestro sentir, es inamovible, decían. No sólo no se puede cambiar,
añadían, sino que a lo largo de la vida vamos perdiendo neuronas que
nunca más se vuelven a recuperar.
Fatalidad irreal
Pero los últimos años de investigación neurocientífica demuestran
que semejante fatalidad no es real. Más bien todo lo contrario. Y he ahí
que la ciencia demuestra los principios del budismo: con la intención,
con la voluntad, con el deseo se cambia lo que antes se consideraba
escrito en piedra: la arquitectura cerebral.
Desde hace dos décadas el Dalai Lama se reúne periódicamente con
neurocientíficos occidentales con el objetivo de aunar dos
aproximaciones con orígenes muy diferentes, pero con el objetivo común
de comprender la mente humana, su realidad y los caminos para alcanzar
el bienestar. De estos encuentros han salido infinidad de proyectos y
datos muy valiosos.
El Dalai Lama ha insistido desde el principio en que la fuerza de
la mente puede cambiar el cerebro y con él nuestra manera de vivir y de
crear el mundo que nos rodea. Sin embargo, ésta era una hipótesis
difícil de aceptar para los científicos.
La reunión de 2004 en Dharamsala (India) entre ciencia y budismo
tuvo como tema de discusión la mencionada propuesta de Su Santidad.
Parece que los investigadores han tenido que plegarse a las evidencias
de los estudios y dar la razón al budismo.
La periodista científica Sharon Begley ha recogido el encuentro en el libro
Train your mind, change your brain (entrena tu mente, cambia tu cerebro), que acaba de publicarse en Estados Unidos, y en él se puede leer la siguiente cita de
Michael Merzenich,
un neurocientífico de la Universidad de California-San Francisco
(EEUU), que testifica el cambio de pensamiento: “cada momento elegimos y
esculpimos cómo va a trabajar nuestra siempre cambiante mente, elegimos
quién seremos en el momento siguiente”. O dicho de otro modo, somos
libres para decidir qué tipo de persona deseamos ser.
La piedra filosofal
La piedra filosofal para la transformación mental es una mezcla
del querer es poder, es decir, de la voluntad, la intención o la fuerza
de la mente y de la impresionante plasticidad del cerebro. Al igual que
el entrenamiento físico fortalece los músculos, el entrenamiento mental
modifica los circuitos del cerebro en la dirección que deseamos.
Si uno se empeña y lo desea puede construir y potenciar los
circuitos de la felicidad, de la armonía, de la empatía y todo el
etcétera que se quiera. Para los budistas el entrenamiento mental por
excelencia, la herramienta para cambiar el cerebro y la realidad, es la
meditación.
Así, el Dalai Lama habla del arte de la felicidad y cuenta su
propio cambio gracias a la meditación. Explica que cuando era joven se
enfadaba con mucha frecuencia y sentía rabia. Ahora, tras muchos años de
meditación, esas emociones se han esfumado y no es porque pueda
controlarlas, sino porque ni siquiera se presentan en su vida.
Pero por supuesto no hace falta ser un monje budista para
disfrutar de los efectos transformadores y creativos de la meditación.
David Lynch, el siempre sorprendente director de cine, en su libro
Catching the big fish
(Atrapar el pez grande), explica cómo esa técnica ha influido en su
creatividad y en su consciencia: “cuando buceas en tu interior, el
auténtico ser está ahí y la verdadera felicidad está ahí. Hay un océano
enorme, sin límites, de ella”.
Nuevas cualidades
La meditación permite cultivar cualidades nuevas que poco a poco
se van incorporando de forma natural a la vida cotidiana. En un
principio hay que tener la voluntad para dirigir la mente hacia el lugar
que deseamos y de este modo se comienzan a formar nuevas conexiones
cerebrales que son primero caminos y con el tiempo se convierten en
autopistas cerebrales para la alegría, la compasión, la empatía…
Para eliminar los pensamientos o emociones negativas no hay que
luchar contra ellas sino reemplazarlas por otras positivas. Decir “no a
la guerra” es seguir dando protagonismo al conflicto, afirmar “sí a la
paz” crea un nuevo circuito y borra la huella de la guerra.
Numerosos experimentos han demostrado que la práctica de la
meditación altera la geografía neuronal de modo que se potencia la
actividad en áreas relacionadas con las emociones positivas, el
bienestar y la felicidad. “Lo que estamos viendo es que la felicidad no
es simplemente un estado, sino que es un producto de habilidades que se
pueden mejorar con entrenamiento mental”, afirma
Richard Davidson
de la Universidad de Wisconsin-Madison (EEUU), uno de los primeros
investigadores en llenar el cráneo de los monjes budistas de electrodos.
Y de nuevo no es necesario ser un monje budista o pasar horas en
estado meditativo: se ha visto que incluso las formas más básicas de
entrenamiento mental producen efectos positivos. Se puede considerar
como si se educara a un niño jugando, pero en este caso el niño es
nuestro propio cerebro.
Es lógico que los efectos en el cerebro de los monjes sean mucho
más significativos, pero con tan solo una semana de meditación ya se
pueden observar cambios en el cerebro de personas que nunca antes habían
practicado esta técnica. La diferencia es que están más activas las
áreas asociadas con el bienestar y el pensamiento positivo.
Una clave muy importante para la transformación es la observación
de uno mismo, ese buceo interior del que habla David Lynch.
Experimento de Schwartz
Un ejemplo clarificador de esta mirada interior es un experimento realizado por
Jeffrey Schwartz,
neuropsiquiatra de la Universidad de California-Los Ángeles (EEUU), con
personas que padecían trastorno obsesivo compulsivo – la patología de
las manías como el personaje de Jack Nicholson en Mejor Imposible que no
dejaba de lavarse las manos y cada vez estrenaba una pastilla de jabón.
Schwartz, budista y practicante de la meditación, quiso comprobar
el potencial terapéutico de ésta. Siguiendo la idea de lo que se conoce
como meditación consciente, es decir, observar lo que ocurre en el
interior sin juzgar, enseñó a sus pacientes a separarse de su
enfermedad; a observar los síntomas con la parte más lúcida de ellos
mismos reconociendo que sólo eran manifestaciones de su trastorno.
Una semana de entrenamiento fue suficiente para que los pacientes
afirmaran que sentían que la enfermedad había dejado de controlarlos.
Pero lo más extraordinario y sorprendente para los científicos fue que
las pruebas de imagen cerebral demostraban que sus redes neuronales
habían cambiado. La simple educación mental había reducido la actividad
en los circuitos cerebrales que causan la enfermedad.
Se han obtenido resultados similares en casos de depresión, pero
no hace falta sentirse mal para comenzar a entrenar la mente y modificar
nuestras vivencias. De hecho, otro de los principios fascinantes del
budismo es que afirma que la realidad exterior es el producto de
nuestras proyecciones. De modo que si se modifica el interior, el resto
también cambiará.
La influencia del entorno
Hay quienes aseguran que todos deberíamos hacernos preguntas sobre
nuestros conflictos internos a la vista de los que se producen en el
mundo. Quizá una de las zonas donde los conflictos son más profundos es
en Oriente Próximo. Y precisamente en la Universidad Bar Ilan de Israel,
bajo la dirección de Phillip Shaver y Mario Mikulincer, se han llevado
a cabo
varios experimentos con conclusiones particularmente interesantes para esa zona del planeta.
Un grupo de estudiantes israelíes judíos evaluó a otro grupo de
estudiantes. Aunque los examinados eran todos judíos, Shaver y
Mikulincer manipularon los datos e hicieron creer a los examinadores que
algunos de ellos eran árabes.
Como seguramente muchos supondrán, la percepción de los
evaluadores fue mucho más negativa cuando pensaban que estaban ante un
árabe. Los encontraban impulsivos, vagos, conflictivos… Pero hay
esperanza.
Cuando los científicos hicieron a los examinadores que recordaran
momentos en los que alguien les daba amor, las calificaciones cambiaban
radicalmente. Ya no había diferencia alguna en la percepción de judíos y
árabes.
Los experimentos se repitieron empleando distintos tipos de
imágenes mentales, por ejemplo, sentirse rodeado de gente que te ama, te
apoya y que está dispuesta a ayudarte y los resultados fueron siempre
los mismos.
Conclusión conmovedora
La conclusión es conmovedora y esperanzadora. Los recuerdos de
amor, de apoyo, activan circuitos mentales relacionados con la sensación
de seguridad emocional, de solidez y de autoestima. Entonces el mundo y
las personas que nos rodean se ven a través de ese cristal y lo que se
percibe es tolerancia, comprensión, apertura y empatía.
Cuando el mundo interior está en paz y armonía, el mundo exterior
se contagia de esa paz y armonía. Y aquí es donde volvemos a
encontrarnos con el budismo. Una de las formas principales de meditación
está orientada a la compasión y su objetivo es entrenar la mente para
alcanzar una profunda empatía por todos los seres vivos. Entre las
técnicas que los budistas emplean para potenciar la compasión está
revivir el amor de la madre.
Continuando con los cuidados maternos, llegamos a la parte más
extraordinaria del asunto. Con el “querer” se puede incluso doblegar la
genética, burlar el supuesto determinismo del ADN.
Los cambios que incorporamos a nuestro comportamiento a base de
cultivar lo mejor de nosotros mismos se transmiten a las generaciones
futuras igual que ocurre con el color de los ojos o de la piel. La
ciencia lo ha constatado con animales de laboratorio en los que es
posible hacer un estudio tan complejo.
Amor maternal recuperado
Los trabajos de
Michael Meaney
de la McGill Universitiy en Montreal (Canadá) han demostrado que ratas
nacidas de madres poco amorosas repetían el comportamiento de sus
progenitoras con sus propias crías. Sin embargo, cuando las hijas de las
descuidadas madres eran criadas por otras cariñosas y solícitas dejaban
de lado la genética y se volvían como sus progenitoras adoptivas.
En la siguiente generación, aquellas que estaban abocadas por sus
genes a no ocuparse de sus vástagos dieron un golpe de timón y cambiaron
el curso de su descendencia. Si algo así se puede lograr con sólo el
instinto animal, imaginemos hasta dónde se puede llegar con la voluntad
consciente. Definitivamente “querer es poder”.