La relación sexual de la pareja bien avenida, de alguna manera es un agradable derecho-deber donde ambos integrantes tienen el derecho de recibir y el deber de dar la mayor satisfacción posible, matizado por la ternura, la emoción y la creatividad para producir encuentros sexuales apasionados de gran plenitud que fomenten el deseo de volver a repetirlos.
Caso contrario, en una relación sexual de pareja monótona y rutinaria o con el único fin procreativo, el acto pierde parte importante de su razón de ser y muy pronto podría convertirse de acto voluntario y satisfactorio, en una obligación sino desagradable por lo menos tediosa, con marcado y progresivo desánimo por nuevos encuentros.
Un acto sexual pleno, emocionante y con vocación de recurrencia permanente, no es algo que deba tratarse con aceleración, glotonería o violencia, sino como un ejercicio de ternura y dulzura; de disfrute gourmet; delicioso, lento, delicado, considerado, solidario y… apasionado. Es un camino lento pero hermoso, vivificante, que se recorre en busca de un apetecido premio, cual en mucho dependerá de las sensaciones que se sea capaz de generar y lograr que la pareja experimente.
Personalmente y después de más de treinta y siete años disfrutando de una increíble, recurrente y permanente relación sexual de pareja, no creo en el mito de que sea el tamaño o contextura del órgano sexual, glúteos o senos; los gemidos o habilidades acrobáticas; los aditamentos y productos especialmente diseñados para aumentar la sensación física en los genitales; o la experiencia de alguno de los integrantes de la pareja, los elementos determinantes en la extensión, satisfacción, éxtasis o deseo de volver a repetir este incomparable momento íntimo.
Pudiera ser que en mayor o menor grado, los citados mecanismos, habilidades o instrumentos pudieren incidir en el goce sexual, pero para llegar al éxtasis físico-espiritual que cree nexos progresivos de solidaridad, nos satisfaga totalmente y nos deje el deseo de volver a repetirlo, se requiere como elemento fundamental la convicción de que hemos sido, bien intencionada y sinceramente, satisfechos y disfrutados, que no mecánicamente manipulados, utilizados o simplemente… servidos.
Una buena relación sexual que se pretenda sea continuada y placentera no es algo improvisado, sino que requiere del conocimiento del mapa físico-erógeno del cuerpo de la pareja, así como de sus temores, tabúes, apetencias, reservas, limitaciones y rechazos. Requiere conocer sus tendencias, temperamento, gustos, preferencias, deseos, y si se quiere sus… fantasías.
Es sobre la base de todo ese conocimiento e información, que incluye su parte psíquica y espiritual, de donde deviene la concepción personal de que tal acto es aceptable, delicioso, apasionado y mágico, que se dispondrá de todos los elementos que aseguren vivir esa inigualable aventura en toda oportunidad agradable, como es el “hacer el amor”.
Para lograr un acto sexual realmente pleno por satisfactorio, debe producirse un preludio enmarcado dentro de un cuidadoso proceso de preparación, donde deben abundar las tiernas palabras y suaves caricias como parte del inicio del muy grato “juego sexual”; tomando iniciativas y permitiendo con toda libertad a la pareja tenerlas, conforme sea su temperamento, sin más limitaciones que aquellas que imponga el deseo compartido.
Ya encendida la pasión y extendiendo lo más posible estos juegos iniciales para lograr la mayor excitación mutua, con la misma lentitud, ternura y deleite debe procederse al disfrute de la unión carnal; sin prisa, sin violencia, sin precipitaciones, con fruición, con el firme propósito de dar más de lo que se recibe.
Así, llegado el momento de la explosión máxima de goce, debemos recibirlo como el más alto premio a nuestra naturaleza humana y en honor a nuestra amorosa constancia; como el reconocimiento a nuestra lealtad y dedicación y, sobre todo, como la ofrenda y expresión máxima de amor de nuestra pareja.
El incomparable momento del éxtasis sexual, debe renovar nuestro compromiso con nuestro par de amar y compartir sin egoísmo lo mejor de nuestra existencia. El acto sexual pleno es la ratificación de los pactos más sagrados de la pareja Allí concurren de manera espontánea nuestros más hermosos sentimientos; es, si se quiere, un acto de comunión, donde el alma y el cuerpo se unen para decir: somos uno solo y eso ciertamente es extraordinario.
El acto sexual con esa persona con quien hemos hecho pareja porque la amamos integralmente, nos permite aflorar lo mejor de nuestros sentimientos. Por ser placentero, sin importar las motivaciones que lo hagan tal, nos transporta a un mundo supra natural que por segundos absorbe todos nuestros sentidos, más allá de nuestra propia conciencia, en una explosión maravillosa que nos eleva por encima de todo lo terrenal a un mundo ideal, de goce sin límites.
Ese placer extremo, ese goce sensacional altera todos nuestros sentidos y nos hace mucho más sensibles de lo normal. Definitivamente somos y actuamos de manera diferente. Nos liberamos de todos nuestros mecanismos de defensa. Perdemos la noción del tiempo. Nos imbuimos de un mundo especialmente sensorial, imposible de definir o determinar con… palabras. Seguramente son pocos segundos, pero nosotros no tenemos conciencia real de cuanto es ese tiempo. Es como si la materia y el espíritu se fusionaran en uno solo.
En ese supremo momento ascendemos a otra dimensión sin tiempo ni espacio. Se produce un estallido que nos inunda de forma integral penetrando nuestras venas y nuestro sistema nervioso, y ya no somos más conscientes. Nos movemos, hablamos, suspiramos, gemimos, suplicamos o gritamos; todo en una danza de sensaciones inidentificables, completamente extrañas a aquellas en que se mueve nuestro mundo racional.
En segundos producimos el milagro de unir nuestro cuerpo a nuestra alma, para viajar en un mundo mental de luces y sonidos fantasiosos, de idas y regresos, de incoherencias y sutilezas. Simplemente no somos nosotros, al menos no los de todos los días. Ascendemos no se a donde, pero ascendemos a otra esfera por encima de nuestros propios sentidos… conocidos. Todo lo ofrecemos, todo lo damos. No dejamos nada para nosotros.
Sin lugar a ninguna duda cuando hacemos el amor, cuando lo hacemos con esa persona que amamos con toda la intensidad de nuestra conciencia, en el momento del clímax definitivamente afloran nuestros mejores sentimientos. Volvemos a estar como cuando nacemos: desnudos en cuerpo y alma, puros, prístinos; olvidamos nuestra vida consciente, sus sinsabores, sus tristezas, sus dolores.
Ciertamente, nos escapamos del mundo real y pasamos a un mundo rosado, de… fantasía: esa que nunca deberíamos dejar escapar. Es el éxtasis. Es ese mundo especial y diferente donde no tenemos reservas, donde somos los habitantes de un espacio sin tiempo, que no entendemos bien pero que deja en nuestros sentidos la imperiosa necesidad de… repetirlo.
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